Antoine Roquetin y M. de Rollebon. A quién elegir, al personaje perdido en la náusea o al personaje alejado, difuso, sin más aventuras que una sucesión de hechos entrelazados de nuevo por el primero.
Cómo ser Roquetin sin ser pelirrojo, llevando una cabellera que no llega a decidirse entre el castaño y el rubio, mi cara perdiéndose en el vacío con este vértigo diario. Yo también tiemblo ante el agujero blanco de la pared. Esa trampa, el espejo.
Cómo ser Robellon, asesino de Pablo I, como serlo si hay que evitar cuidadosamente los alejandrinos en la prosa.
Me observo en este espejo nocturno y encuentro a la cosa gris, mi rostro, a mis manos repitendo los actos hasta que los pienso, los defino e intento coger al tiempo por la cola.
Al final la noche te lleva a Bouville, por la calle Joséphin-Soulary al pasaje Gillet hasta la calle Tournebride, muy cerca de la colina de Montmartre. Irremediblemente. No hay otra salida. Al final el que lleva el pensamiento, el verso, la pregunta sabe a lo que se expone, a la soledad y cuestionarse a sí mismo.
Otros, otros que se acercaron en su momento por deficiencias, por astío de vida, por soledad de locura insoportable, otros acaban preguntándose "...para que sirve juntar versos...".
¿Para que sirve un asesinato? ¿Para qué una conspiración? Para que otro la escriba, la narre, la verse...ya da igual el asesino, su interior, quién era. Quizás ni su nombre importa.
Entonces queda claro, creo, por esta noche. Quizás mañana, aún, el infierno sigan siendo los otros.
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