Alberto Chessa |
Todos aquellos que tenéis ya Principio de gravedad (Ed. Balduque, 2015) habéis podido disfrutar del prólogo que mi gran amigo y mayor poeta Alberto Chessa hizo para el poemario.
Aquí, para todos los demás, os dejo el texto completo porque,sin duda, esta gravedad sería menos fuerte y menos poesía sin sus palabras.
Eternamente agradecido, ya lo sabes Alberto.
Salud.
¿DIOS SÍ JUEGA A LOS DADOS?
La fuerza de atracción que
experimentan dos cuerpos dotados de masa -afirma Newton- es directamente
proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado
de la distancia que los separa. ¿Ah sí? Pues entonces nos hemos equivocado de
libro. Porque lo que Vicente Velasco Montoya sostiene en este es que la gravedad
es «el origen de toda palabra», algo que el lector solo descubrirá al alcanzar
la última página, pero que este prólogo ha decidido en consecuencia anticiparlo
en tanto que «todo estuvo escrito desde el final». Principio de gravedad
es como un palimpsesto que contuviera las trazas de un discurso verdaderamente
germinal, una suerte de puesta en limpio de una jam session de vagidos y
balbuceos en busca de la raíz de las cosas. Para ese viaje el poeta ha cargado
las alforjas con una buena provisión de sospechas y entredichos: si asoma algún
método de indagación, ese no puede ser otro que el de la duda («la sed de las
dudas eternas»); y ya se sabe que el que empieza desconfiando acaba en los
brazos plantígrados del desengaño, más aún cuando se encara a cualquier
expresión rotunda (venga este campanudo alejandrino como ejemplo: «Amor -vaya
lenguaje decadente-, te adoro»). La actitud del poeta, de resultas de tamaño
desafío, hace que recordemos la gravĭtas que late en esta gravedad,
pues poco postureo frívolo o volandero vamos a encontrar en estos diecinueve
poemas (numerados, por cierto, según la costumbre romana).
Tras el spoiler, vayamos
al principio. «Capítulo primero», leemos enseguida. ¿Cómo? ¿«Primero» … de una
obra que consta de un solo capítulo? ¡Ah, claro! Esto ha de ser un libro en
marcha; o, mejor dicho: la primera entrega de un libro mayor, que sigue
creciendo. Sin embargo, ¿por qué no pensar, una vez aceptada su condición
fragmentaria, que Principio de gravedad es también una cuenta adelante
(con su división cifrada en capítulos)... de una cuenta atrás, como ese 3-2-1
que invoca la cita inicial de Enzensberger (la única a modo de epígrafe de todo
el libro) a propósito del más célebre de los titanes naufragados? «Nada va a
salir bien», reza el título de esta jornada inicial. Por supuesto. El nombre de
cualquier barco (Costa Concordia, es un decir) cuando se escribe en
tinta de agua se translitera como Titanic. Sabemos bien que si zozobra
la nave, no hay dios que salve a todo el pasaje y la tripulación, pero nos
seguimos embarcando porque necesitamos no saber lo que sabemos para
poder vivir o, al menos, sobrevivir; para acallar la suspicacia de que, a la
hora de la verdad, no haya «botes salvavidas suficientes para tanto miedo», o
para que uno sea libre -¡allá él!- de imaginarse a sí mismo «niño en un bote
salvavidas».
También sin salvavidas
(¡menudo término!) viaja el cosmonauta del poema inaugural, «(astronaut down)»,
cuyo título el poeta pide prestado a Chroma Key. Como dicen que dijo Yuri
Gagarin tras su primero garbeo espacial (¿y qué dijo (dicen)?; ¡ah, ya!: «No
veo a ningún Dios aquí arriba»), la voz de estos versos clama en el desierto sideral:
«Nadie os espera aquí fuera», una advertencia que reaparecerá hacia el final
del libro: «No, amigos. No hay nadie esperando». ¿Pero a quién habla, a quién o
quiénes se dirige esa voz? ¿Quién mira a quién en ese espejo cósmico? ¿Adónde
pertenece un astronauta que observa de reojo la Tierra en su caída? Y si nadie
espera, si estamos solos, ¿a qué hemos ido? ¿A inmolarnos mientras braceamos
con la ingravidez lo mismo que el escorpión se revuelve en el fuego y se
acuerda de su aguijón (...como también dicen)? Es lo que tiene escoger un tema
(y no me refiero ya solo a esta composición, sino a todo el conjunto) de
inevitable sesgo alegórico: que las preguntas se van interrumpiendo unas a
otras y hay que andarse con mucho cuidado para no terminar lanzando al vuelo un
cuestionario de última invención del tipo ¿quiénsoydedóndevengoadóndevoy?
Velasco Montoya lo resuelve encaramándose a una especie de púlpito canalla,
desde el que pueda salmodiar como un harúspice de barra de bar o un invocador
de sortilegios mágicos a altas horas de la madrugada (lo que, en cursi, se
llama galicinio). Se trata de no «meditar a la moda», de no caer ni por error
en coqueteo alguno con amaneramientos más o menos new age, que son tan
colindantes con la escatología. «No soy un iluminado», confiesa el poeta. ¡Y
menos mal, a dios (adiós) gracias!
No, no hay iluminación en este Principio
de gravedad, ni maldita la falta. Hay búsqueda, rastreo, averiguación.
Cosas todas ellas muy terrenales, aunque se tengan que batir el cobre con unos
cuantos sustantivos que a ver quién es el guapo que escribe con minúscula: la
Existencia, el Universo, Dios, la Muerte, el Amor. Quizá la clave de bóveda de
todo el libro se esconda (asomándose) en un verso del poema «XVIII», ese envite
por distinguir «El ser humano del ser humano». En la medida en que es incapaz
el hombre de discriminar en sí mismo todo lo que lo asemeja y todo lo que lo
singulariza con respecto al otro (prójimo o adversario), ¿cómo va a ser capaz
de atar en corto nada, y menos aún las leyes del firmamento (...con perdón)? De
la poquedad del terrícola ante el infinito no se sigue aquí un canto cósmico en
clave presocrática, ni siquiera leopardiana. «Nunca me han hablado las
estrellas / cuando he mirado al claro cielo nocturno», reconoce el poeta. Y es
que lo que invocan estos poemas de largo aliento no es el orbe ni el orden
(nada aquí está completo ni se sabe qué hora es -¿las doce?, ¿por qué?- en el
reloj), sino que se celebra con amargura la génesis caótica que procuró toda
creación y a la que parece condenada a propender y regresar algún día (...con
perdón). No se loa el universo: se lo denuncia. ¿O es que acaso el espacio no
está también lleno de basura?
Bien mirado, el cielo es una
suerte de parque temático que han ido construyendo las diferentes culturas que
en el mundo han sido. Si existieran todas las deidades que el hombre ha ido
modelando con la paciencia de quien se sueña eterno, en una misma dimensión
habrían de hacerse sitio los dioses de uno con los del otro, y así hasta conformar
un tablero sincrético con las piezas moviéndose al albur de cada creencia o
religión. Es lo que ocurre en este libro, en el que en un mismo poema pueden
llegar a convivir la Antigüedad Grecorromana con un mantra budista, la alusión
al Altísimo hebreo con la alusión al Altísimo cristiano, el eco del Antiguo
Egipto con el eco de las leyendas nórdicas. «Los dioses lo destruyen todo. Todo
lo que ven», rabia el autor. Y sí, eso ya lo sabíamos (y quien no lo sepa,
ojalá -si Dios quiere- que despierte a tiempo). Lo que no teníamos tan claro es
que, de haber un único dios verdadero, según Velasco Montoya, se llamaría Ludópata:
«Frío y duro enfermo del juego del azar»... No nos digas, Vicente: ¿así que
Dios sí juega a los dados? ¡Pobre Einstein! ¡Qué poca suerte con los poetas!
Primero nos pensamos que e es igual a eme por ce al cuadrado es un
endecasílabo y luego le enmendamos la plana a su chascarrillo más zumbón.
El problema de veras es cuando la
divinidad juguetona (perdón: el Ludópata) se ensaña con nosotros, cuando el
pasatiempo sublime se torna grave, muy grave, y linda con la muerte («fallecía,
sin dios alguno») de la única mujer a la que nunca nos dirigimos según como se
llama, salvo, tal vez, en el último adiós («te llamé por tu nombre»). En el
treno a la madre y el subsiguiente recuerdo mágico de ese padre que conversaba
con los zapatos («verdadero centro de la metafísica») debe de andar el motivo
por el que el poeta Vicente firme siempre (y este prólogo no tiene intención
alguna de refutarlo) con los dos apellidos: Velasco y Montoya, como esas dos
serpientes que se entrelazan en el caduceo de Hermes-Mercurio hasta dibujar un
ocho vertical, equilibrando el principio y el fin, osando siluetear -otra vez-
el infinito. En tanto que «somos seres caduceos», sí, ¿cómo no vamos a albergar
una impaciente ambición de totalidad..., siquiera sea «para fracasar en el
último peldaño»? ¿Es que no vamos a querer atrapar todos los sonidos conforme
les vamos dando forma, como Keith Jarrett umbilicado al piano en el concierto
de Colonia? No nos llama a engaño Velasco Montoya: «voy a recitar mis vidas
completas», amenaza. También nos enteramos de que hasta hay quien se atrevió a
contar «los pájaros de mi cabeza», y de que él mismo se aplicó a la ardua (y
larga: «he necesitado tiempo») tarea de «ordenar / todas las pesadillas de mi
insomnio».
¡Pero alto, que te veo venir! Principio
de gravedad no es un ardid para colarnos el enésimo llanto por
lo-mal-que-me-trata-la-vida. El hecho de que el lenguaje bascule entre lo
coloquial y el léxico culto, y también entre lo prosaico y una jerga científica
que obliga a estar alerta, responde a algo más que a una mera cuestión de
estilo. La recurrencia de términos como algoritmo, o de otros procedentes de la
medicina o la biología, se antoja un astuto parapeto contra la embestida
viscosa del confesionalismo desbocado. Y, por otra parte, en lo que se puede
advertir como prosaísmo en muchos de estos versos se embosca una notable
necesidad de contar, revelar, desvelar, compartir. Si el poeta requiere echar
mano del enunciado torrencial, imprecatorio a ratos, lo hará sin melindre
alguno. Y si a una extensa filípica conviene acompañarla de una sentencia seca
y breve, a veces de una única palabra, también la veremos estampada como se
estampa un puñetazo. De hecho, se diría que, con el discurrir del libro, el
versículo furioso se fuera adelgazando hasta instalarse en una cierta vecindad
con el decir epigramático: «Habla con aquellos que murieron. Habla».
Hay un impulso libre, libérrimo,
en la confección de los versos que corretean por estas páginas, lo que incluye
una desconcertante incrustación de titulares de prensa en medio de un poema,
pero no al modo en que Juan Gris ensartaba un ejemplar de Le Figaro en
un bodegón insospechado, sino mediante la propia invención de un tren de
noticias, alguna de ellas tan pasmosa como esta: «Eric Hobsbawn resucita de
pronto. No podía / aguantar más entre tanto ruido, comentó / el difunto
historiador marxista entre una multitud / enfurecida que lo quiso proclamar
Heródoto Súbito». Otras veces el tono periodístico dispone una estudiada
hibridación entre el cuerpo de aquello que sería la noticia y el poema en sí,
dando lugar a una misma formulación, un solo tronco (de nuevo el caduceo): «Se
intuye observar la colisión / de dos púlsares a doscientos cincuenta / años luz
de distancia», leemos al comienzo de la segunda composición, poco antes de
descubrir que esa entradilla solo está afinando la vihuela del trovador
versado en el arte amatoria... Sí, a la dama se la ha comparado hasta el
hartazgo con una estrella (¡y hasta con todas!), ¿pero cuántas veces como
postexto o resultado de una información?
Por cierto, y ya que ha entrado
sin llamar el ars amandi, el mismo Vicente Velasco Montoya que
protestaba al principio que nada iba a salir bien parece aceptar, en la
«(coda)» del libro, la virtud expiatoria del amor, más aún cuando viene
deletreado en verso: «Me tendrás que convertir en poema». Pero eso -me temo-
será para el «Capítulo segundo» de este desolado Principio de gravedad
que ya, lector, te está esperando. Sit tibi spatium levis.
Alberto
Chessa
Madrid,
marzo de 2015
No hay comentarios:
Publicar un comentario