a cantar sílabas rozando mis dedos
con sus ojos cerrados. La melodía
enmudeció al tocar el corazón
acercando la palma a mi rostro con las suyas.
Te regalo el nombre de un Dios
sin pedirte nada a cambio por ello,
me dijo.
El Chamán sonrió y, agarrando su carro
lleno de baratijas y amuletos falsos,
me dejó a la puerta de aquel bar
leyendo las líneas de mi mano
por si allí residía ya aquel invitado
inesperado,
por si pudiera descubrir su nombre
o él mismo quisiera compartir su paz conmigo.
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