...y el que os escribe tuvo el honor de presentar aquel día a todas aquellas voces, introducidas por un poema del autor Hans Magnus Enzensberger, extraído de su poemario "Der Untergang der Titanic", en su traducción de Heberto Padilla en 1998.
Canto XXI
Después, como siempre, todo el mundo lo había visto venir,
excepto nosotros, los muertos. Después abundaron
los presagios, los rumores y las versiones cinematográficas.
Alguien mencionó las carreras de perros
celebradas en la cubierta C, deporte bastante raro
para un barco; habían preparado liebres metálicas
con pintura brillante, movidas por un ingenioso mecanismo,
para incitar a los galgos a realizar esfuerzos ilícitos;
se cuenta que muchos pasajeros menesterosos perdieron
sus últimas guineas en este monótono pasatiempo. Y qué decir
de la grieta en la campana del barco, y del hecho
de que se había tornado agrio el burdeos Château Larose del 88
utilizado en el bautismo del barco; la conducta misteriosa
de las ratas en Queenstown, última escala del viaje;
y el silenciado caso de la furia sanguinaria
en la capilla del barco. Ominosos accidentes,
vicios innombrables; pero ¿por qué hemos de cargar
con la culpa? ¿Cómo sospechar que se daban latigazos
a las duquesas debajo de las mesas de juego? ¿Que las niñas
menores de edad pedían auxilio por los conductos
de ventilación y que en los baños turcos había hermafroditas
mostrando sus orificios? Ahora, retrospectivamente,
todo el mundo alega haber oído el sonido de un órgano,
sin que lo tocaran manos humanas, y que pasó la noche
emitiendo profanas tonadas, como última advertencia
a todos nosotros.
«Divina Némesis» ¡Fácil decirlo una vez ocurrido!
Las penúltimas palabras de un grave caballero
poco antes de hacernos a la mar:
¡Ni Dios mismo podría hundir este barco! Bueno,
no lo oímos. Estamos muertos. Nada sabíamos.
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