“Principio
de Gravedad” es el segundo poemario con el que este poeta cartagenero de honda
inspiración mediterránea acomete su particular Odisea Poética. De la calidad de
su trabajo creativo dio ya cuenta en “Ningún Lugar”, poemario que resultó
ganador en el XVI Certamen de poesía “Pepa Cantarero”. De “Principio de
Gravedad” lo primero que se puede afirmar es que posee una fuerza de atracción
que obliga a seguir leyendo poema tras poema adentrándose cada vez más en su
mundo. Nada más leer los primeros versos el lector prudente siente la necesidad
de acomodarse –sentarse en un buen sillón y servirse un buen vino-para
propiciar el nivel de atención que estos versos demandan. Sí, desde el inicio,
el lector se percata de la naturaleza del poemario: poesía alejada de posturas
estéticas circunstanciales, escasas concesiones a la galería por tanto y un
trasfondo clásico que no acaba hiriendo la contemporaneidad de una poesía de
gran calado. ¡Sentémonos pues en un sillón bien mullido y dejémonos llevar por
la marea de “Principio de Gravedad”!
Recién
leído, aquel poemario levitaba entre mis manos haciendo
gala
de su naturaleza transgresora. Sí, el
susodicho poemario se
resistía a sucumbir a la implacable
gravedad y se mantenía un par
de centímetros por encima de la palma
de mis manos. Todo un
fenómeno, sin duda. Sin embargo, no me
sorprendió tanto aquella
insubordinación a las leyes de la
física por parte de la materia
(libro procreado en papel de toda la vida) que el poeta había
titulado,
sin duda acertadamente, “Principio de Gravedad” como
el contenido-trascendente y vital del
mismo: versos rezumantes de
libertad física (que conlleva derrotas por doquier), lírica
concienzudamente esencialista y, sobre todo, trascendencia
vivencial e historicista. Todo ello materializado mediante un
lenguaje donde la síntesis entre lo
coloquial y el conceptualismo se
dan la mano para atravesar el verso de sentimientos cuya
expresión adquiere formas narrativas
que refuerzan el resultado
final. Pero, ¿Qué es “Principio de Gravedad”, qué clase de
razonamientos han llevado al autor a escoger un título tan
mestizo, tan proteico, tan limítrofe entre contextos
aparentemente diferentes como la
poesía, la física, la metafísica y
a
algo
poco habitual en los círculos poéticos y que resulta aún más infrecuente en las
cada vez más fragmentarias cuadrículas de la ciencia superespecializada: la
visión no reduccionista de la realidad con la que el autor enfoca el mundo, su
mundo; realidad que se hace voz poética en unos versos que aun exhalando
sentimientos y reflexiones, no renuncia, empero, a la complejidad de su fuente:
experiencias vividas, lecturas reinterpretadas existencialmente, música
evocadora de un profundo lirismo en el que cabe cierta melancolía, la
estulticia global que parece gravitar sobre la parte más “civilizada” de la
humanidad.
Como
algunos exegetas de “Principio de Gravedad” han afirmado ya (en reseñas de
jugosa plusvalía), a primera vista, estos versos podrían interpretarse como
auténticas expresiones de desgarro y desesperación por una existencia sin
demasiado sentido, pero hay algo en los genes de la poesía universal –especialmente
la de los clásicos- que se refleja en la voz de Vicente
Velasco Montoya
y que se
repite y se mantiene poco menos que inmutable
al paso del tiempo: su carácter catárquico y depurativo que en definitiva es la
única forma de búsqueda de uno mismo. Así, desde los poetas esencialistas de
las más diversas tendencias estéticas (desde Hölderlin a Goethe y Eliot pasando
por contemporáneos como Ángel González, María Teresa Cervantes, José Mª
Álvarez, Antonio Marín Albalate o el más joven y cáustico Manuel Valero), se
mantiene vigente este oficio purgativo de la poesía que Velasco Montoya integra
en sus versos como una terapia en forma de gran catarsis donde el llanto no
deja de ser
salvífico en la medida en que conforta y también porque se
evidencia que al menos hay una cosa que vivirá con él y le acompañará siempre
sin posibilidad de abandono: su memoria, ese reservorio donde Velasco Montoya
tiene su principal fuente de inspiración junto con sus vivencias más tardías o
las del porvenir menos inmediato, pero que él –como poeta con proyección de
futuro (cualquier futuro posible está enraizado en la infancia)- ya es capaz de
prever: ”Me supe traicionado al ser testigo/del derribo inmisericorde de la
geometría del sueño./Desde entonces no dejo de repetirme/ que la infancia es la
decadencia de nuestro futuro/…” (Velasco Montoya, 2015: 59).
Sí,
sin lugar a dudas, Vicente Velasco es un poeta que escribe desde la “azotea”
versos con un lenguaje preciso y modulado de forma proporcional a la intensidad
requerida emocionalmente por cada poema. Versos, por tanto, de altura que son
el resultado de experiencias vividas y observaciones atalayadas desde la
privilegiada perspectiva de un panteísmo poético que va de la mano del
todopoderoso tiempo que todo, absolutamente todo, lo transforma más tarde o más
temprano, en historia (no en vano Vicente Velasco es historiador y domina el
arte de cortejar el tiempo). La poética de Velasco Montoya fluye
heraclitianamente por un cauce axial –pese a su “imparidad”- que vertebra el
poemario atravesándolo con 19 poemas cuya secuencialidad responde a una lógica
radicalmente libre, tan profundamente libre que se va a acabar rebelando contra
el sentido de la corriente para nadar a “contraflujo” (en dirección opuesta a
las tendencias marcadas e impuestas por la presión cultural) en una reacción
propia del “nadador” de Hölderlin y en una búsqueda sin cuartel consigo mismo y
su memoria. Esta insurgencia telúrica que se muestra en todo el poemario, se
aprecia especialmente en “Disidencia ante la Gravedad” donde el poeta expresa esta
rebelión contra las leyes inmutables que todo lo transforman en puro cambio
convirtiéndonos en seres absurdamente efímeros acomodados en la irreflexión
como única herramienta defensiva (morfeica) ante el sinsentido: “Con el dolor de
no poder ser cuerpo presente/esta noche entre vosotros me declaro disidente de
este horizonte de sucesos/ del cual no hay posibilidad de retorno” (Velasco
Montoya, 2015: 63).
Hölderlin
llora la muerte, canta a la libertad y para todo ello necesita beber en las
fuentes del exilio: evadirse de su entorno y
huir a la cuna del clasicismo: Grecia. La Grecia de Velasco es
el espacio del poeta como un nadador. Así, el exilio del poeta es un viaje más
allá de las concepciones de su tiempo, de la tierra firme de sus
contemporáneos. El nadador se lanza a las aguas, remonta la corriente del
tiempo, avanza contra el fluir inevitable del río de Heráclito y busca a los
que se perdieron en el camino y, especialmente, se busca a sí mismo…al otro que
fue en otro momento…río arriba.
La
insubordinada simetría de “Principio de Gravedad” se comprueba especialmente
tras la lectura del primer y el último poemario : “Astronaut Down” y “CODA,
cadáver dehabitado”.
En
“Astronaut Down” el poeta plasma una lírica existencial inflamada por vetas
historicistas que la hacen compatible con cierta narratividad reflexiva y, por
supuesto, crítica; pero tal vez uno de los principales méritos de este poema
radica en el alejado enfoque que el poeta ubica su haz, allí, justo donde la
mirada poética debe proyectarse para observar la realidad desde un
posicionamiento “descontaminado” de dogmas, presiones culturales y/o modas. El
poeta se exilia en la estratosfera y es desde este remotísimo punto de
observación concienzudamente buscado desde donde la mirada poética está por fin
desnuda de influencias cotidianas y urgencias estéticas de última hora
(absurdamente libre) permitiendo a Velasco Montoya escribir desde la “esencialidad”
tras haberse despojado de toda banalidad de contenido o forma. Es desde este
punto donde el poeta monta guardia como un rapsoda celeste que observa la
realidad humana desde una perspectiva donde todo se ve y se siente de otra
manera. La mirada de Velasco es profundamente poética, pero su verdad trasciende
los límites de la poesía, pues si nos basamos en el concepto de ciencia
aportado por Max Planck: “La ciencia es la progresiva aproximación del hombre
al mundo real” tendremos que convenir a la luz del “Astronaut Down” desde el
que Velasco Montoya otea el horizonte, que la paradoja es algo omnipresente en
un mundo cargado de contradicciones: cuanto más alejado está el ser humano de
su realidad, menos incapacitado está para aproximarse a ella de forma esencial
y percibir la verdad de los fenómenos.” De forma que, como los clásicos, para
Velasco Montoya, la poesía es algo más que un mero juego de palabras
entreveradas de sentimientos.
Velasco
es el astronauta que, aunque queda al pairo en el océano espacial a merced de
lo que pueda suceder en “Astronaut Down”, aprovecha su situación
momentáneamente “privilegiada”: “Pude disfrutar desde el horizonte” para
avizorar desde las alturas la absurdidad de la existencia de unos terrícolas
cuyos problemas, deseos, casas, fronteras, pasiones, tristezas y alegrías que,
de forma global y simultánea, acaban perdiendo su significado y validez. Aquí
Velasco expresando con voz poética no desprovista de contundencia -a pesar de
cierta melancolía y escepticismo, la versatilidad del poeta se muestra en todo
el poemario- el valor en quilates de ese diamante en bruto que ha ido
solidificándose como consecuencia de depósitos sucesivos de ese cristal humano
que, colectivamente, han ido dejando las diferentes civilizaciones a lo largo
de milenios, no se autocensura a la hora de criticar la prevalencia del
sinsentido y llama por su nombre a los protagonistas del mismo: “Estúpidos”.
“(…)/Estáis solos, muy solos. Y en
verdad que solos/ deseáis estar. Pude disfrutar del horizonte/ como nadie y os
pude observar en silencio. / Vuestro ruido no llega aquí arriba. Estúpidos./ A
nada le importan vuestros deseos .Aquí/ no hay tristeza ni espera y eso es más/
de lo que nuca podréis conseguir.
/
ya sabéis
que desde aquí arriba no se ven las fronteras/ ni vuestras casas…(Velasco
Montoya, 2015:28).
Otros
autores han reflexionado sobre la importancia del viaje en sí mismo (la Itaca
de Kavafis puede ser el paradigma de esta temática), sin más objetivo que el
propio viaje. Así, Bartolomé
Nieto
en su poemario “Ribera de la Entropía” enfatiza la necesidad de seguir vagando
en la nada con la nada para la nada ¿tal vez por pura inercia…tal vez para no
defraudar al destino?: “Rápido, no te pares/ aunque poco te quede en las
manos/y el tuétano se pierda en autopistas lúgubres/ aunque vayas y vuelvas
hirviendo en la fiebre/ de la nada y suban las acciones/ de tu vagar frío”
(Nieto, 2006). Una sensación de vacío semejante nos encontramos con el poema de
Seleuco el Calvo (¿versus José María Álvarez?) en “Meditación”: “No hay
sabiduría en el más allá/ Ni aquí. Y será lo que fue./ Sé que no hay nada/…” Sí
Velasco Montoya, al igual que María Teresa Cervantes intuye que la estratosfera
es el lugar ideal para la reflexión porque allí impera la nada, el silencio, un
silencio espectral que todo lo envuelve: ¿Dónde estás?/ Nadie responde./ Nada
ni nadie sabe nada de nada ni de nadie (Cervantes, 2011:28). Al principio de
este texto hemos intentado curarnos en salud al contextualizar el término “esencialista”
declarando que se sigue la acepción que Heidegger asigna a la poesía de
Hölderlin y, por tanto, pensamos que el poeta se nutre de un historicismo
experiencial construido a golpe de vivencias que, sin duda, ha sido su
principal fuente para escribir este poemario; pero es que incluso encontramos poetas
de “la otra” corriente esencialista (la más generalizada y que se caracteriza
por el reduccionismo del signo/lenguaje) como es el caso de José Ángel Valente
quien a mediados del siglo XX escribió “A Modo de Esperanza” donde mediante la
memoria y la experiencia reflexiona sobre la inexistencia teniendo como
principal referencia la muerte de su madre. Este mismo poeta inspirándose en
Céline, escribe Mandorla donde todos podemos flotar y huir de la gravedad como
el astronauta velasquiano porque el principal tema es el vacío: “Cuando ya no
nos queda nada,/ el vacío de no quedar/ podría ser al cabo inútil y perfecto”
(Valente, 1992).
Cuando
el poeta advierte “Al menos soy capaz de llorar” siguiendo la estela de una
poesía cuasi fenomenológica si no fuera por su capacidad de distanciamiento,
despoja de todo tremendismo su reflexión en torno al inane significado del ser
y el tiempo. El poemario rezuma una añoranza de la que es consciente en todo
momento el poeta y en la que se sumerge tan plácidamente como si lo hiciera en
un jacuzzi de cálidas y burbujeantes aguas pertrechado con un habano y un Jacks
Daniel mientras se deja llevar por la música de Keith Jarrett a un paraíso por
puro
sentimiento de amor. Al poeta le motiva su pasión por un cosmos
íntimo, su anhelo de un universo perdido sólo físicamente (no en su memoria, no
en su presente ni en su futuro, porque sabe que esos sentimientos son él…, su
ser y su estar ahí arrojado al mundo). No en vano en “Decadencia Proclamada”,
nos confiesa que aún es capaz de soltar el lastre existencial que lo conmueve: “Soy
capaz de llorar. Acabar con todo./ El resto de mis recuerdos se anula/en
golpetazos de puertas, como piedras/ quebradizas al colisionar entre sí/sin más
espacio que el agudo dolor/ de la existencia rápida y fútil/ donde aún no
reconocemos nuestro nombre./Al menos soy capaz de llorar.(Velasco Montoya,
2015: 69). Cuando el poeta titula el primer y único capítulo “Nada va a salir
bien”, no avisa en vano…, se constata este pesimismo latente a lo largo de todo
el poemario. En un sentido similar se expresa Manuel Valero en “Arte Poética en
el Café” (poema integrante del capítulo “La derrota”) cuando nos dice que “No
es el tiempo el que pasa,/ el que pasa es el hombre entre nosotros/ el hombre
arrastrando la derrota y su miseria/ con la historia calada hasta los huesos”
(Valero, 2015:20).
Pero
el pesimismo existencial del poeta no es más que una estrategia para preparar
la rebelión, para garantizar la “puridad” en su proceso de lucha, a pesar de
todo, por una dignidad que sólo es posible viviendo y/o muriendo desde la
libertad. Desde la gallardía esencialista (más inmediata y auténtica que la
heroicidad) que impone con celo a su poesía, siente el viaje existencial como
tránsito de todo lo que le rodea y él mismo se siente emigrando hacia sus
antípodas, aunque ese periplo signifique acabar perdido en el espacio o en
ninguna parte identificable por el común de los mortales. Como constatación de
la poética esencialista de Velasco Montoya, se podrían establecer análisis
comparativos de enorme interés y no menor complejidad entre poetas de
formaciones, estilos, épocas y culturas diversas – por eso es esencialista,
porque es algo que se repite en poetas muy diversos en todos los aspectos- en
las que se identifica una voz poética con vocación de universalidad. Sin
proponérnoslo encontramos coincidencias temáticas –más que estilísticas- en
poetas tan diferentes como Hölderlin, Eliot o el mismísimo José María Álvarez
que pudieran ayudarnos a entender la transversalidad poética de Vicente
Velasco: a los grandes poetas siempre les han afectado las mismas temáticas.
Así, durante la lectura del poemario se nos muestra una y otra
vez la añoranza del poeta, una añoranza de raíces múltiples que coinciden en lo
esencial con el romanticismo Hölderliniano: llorar la pérdida (no solo de
personas, también de sentido, dignidad o libertad; todas grandes pérdidas),
cantar la libertad (desde una valentía afrentista que llega a la aceptación de
la muerte como expresión libérrima de soberanía personal), y, por supuesto,
exiliarse, evadirse, emigrar a un punto lo suficientemente alejado como para
descomprimirse culturalmente y ser capaz de construir sus propios criterios. El
romántico y rebelde Hölderlin eligió Grecia; para Vicente Velasco cualquier
país que emerja de la litosfera es poca cosa (para aislarse)…, en un mundo
globalizado ni en el desierto más alejado lo dejarían tranquilo (ya no hay
sitio para anacoretas, estilitas ni eremitas). Por eso, aunque disfrazándolo de
accidentalidad (Houston, tenemos un problema), elige la estratosfera como un
imperio remoto donde prevalece el silencio y hasta cierta ingravidez, una
ingravidez que le permite flotar y desconectar hasta de la gravedad misma,
aunque sea de forma provisional.
El
poeta había soñado otro mundo en los tiempos felices y seguros de “sus
infancias” y, ante la evidencia, no le cabe más que el lamento y el dolor ante
tanta pérdida. Con el dolor de la pérdida de su (M)adre se le escapa aquel
mundo y Velasco Montoya es aún capaz de llorar porque sigue recordando aquel
mundo soñado que, sin duda, no era tan injusto y absurdo como el que se le
aparece en el presente. Nuestro poeta también añora el sentimiento de vivir sin
necesidad de estar en el corredor de la muerte, sin condena a la inexistencia,
sin rendirle cuentas a ningún demonio o demiurgo. Pero los versos de Velasco
Montoya trascienden el puro lamento y se instalan en una actitud de valiente
insurgencia que plasma en versos cargados de lirismo vibrante en los que el
alma del poeta brilla con sol propio y en los que el duelo es el “leit motiv”
de una rebelión sin concesiones ante la absurdidad: “Sabes Madre, que el dolor
en la garganta/ fue desolador que el peso de tu existencia/ se quedó atravesado
como tren descarrilado/ y que somos capaces de quedarnos quietos/(…)/…Que somos
seres caduceos/ y podemos escapar y deshacer todas las leyes/ con tal de
reivindicar nuestra disidencia/ a la misma realidad. Que podemos morir,/ si
queremos, hoy mismo/olvidando cualquier determinación/ de cualquier demonio, de
cualquier demiurgo/ que crea ser el dueño de nuestros átomos. (Velasco Montoya,
2015:48).
Como
María Teresa Cervantes en “Edificio Póstumo”, pero empleando un tono
desafiante, el poeta necesita seguir dialogando con su (M)adre y como en los
líricos clásicos, los chamanes y los psicoanalistas de la metapoesía, el sueño
se revela como la fuente idónea para traspasar los límites impuestos por la
física, por la vida y, sobre todo, por la ley de la gravedad. Velasco, contagia
su rebeldía a sus versos con los que remonta el cauce del río heraclitiano
hasta volver a la infancia y conmovido por el amor de la mujer que le dio la
vida, impelido a alguna forma de comunicación con ella, conversa al fin
devotamente en un sueño reparador, un sueño necesario para seguir viviendo y
tal vez en la misma sintonía descrita por Eliot: “¿Sucede así/ en el otro reino
de la muerte/ despertar solos/ en el instante en que/ temblamos de ternura?/
Los labios que anhelan besar/ alzan plegarias a la piedra rota” (Eliot,
1997:109).
Con José Alcaraz, de Balduque.
Casi
en el ecuador del poemario, Vicente Velasco utiliza su poema VIII para
demostrarnos que sabe el terreno que pisa y que lo hace de forma totalmente
consciente. El poeta hace en este poema genotípico una defensa a ultranza de la
poesía nacida de las entrañas de lo humano…, del dolor. El sufrimiento y la
pena como urdidumbre poética que cada vez está más en desuso porque a los
poetas/ burócratas de la palabra les ha dado por esquivar el sentimiento puro
(especialmente si hace pupa/duele):
¿Por qué nadie se fotografía atravesado
por el dolor?/ ¿Por qué?/ ¿Por qué nos aferramos a un melodrama serie B?/ ¿Cuál
es el motivo de convertir los latidos/ de nuestro corazón en bostezos eternos?/
¿Ya no hay poesía((…)/¡Oh, sí!/ La poesía ha muerto y el aire es escaso./ La
lista de burócratas de la palabra aumenta/(…)” (Velasco Montoya, 2015: 45-46).
Y
para llevar a un terreno experiencial concreto el tema del dolor, nos dice en
el poema IV que él no es un iluminado. Nos dice que es él el que hablar con las
estrellas y les cuenta de los misterios y miserias de los cuerpos empleando una
primera persona que nos pone en guardia sobre la trascendencia que encierran
los versos que están a punto de leerse, unos versos que describen el escenario
enajenante en el que, de forma estandarizada, objetiva y neutra (suficiente
tríada para truncar la libertad y dignidad de la persona), se desarrolla el
último acto de nuestra existencia:
“Les
alecciono sobre aquellos objetos/ que caen en la bolsa negra de la muerte/ los
zapatos, el último jersey y la ropa íntima/ Aquí
tiene sus objetos personales. Si quiere/
podemos hacernos cargo nosotros mismos/ Palabra de enfermero. Te están
echando./ Tu dolor sobra allí. Es
inapropiado. Fin./…/Me pregunto si serán capaces de discernir/ que una misma
muerte es un crisol de imágenes/ donde todo aparece y se desvanece fácilmente/
con la misma realidad/(…)/ La muerte es la distancia exacta/ al milímetro/ que
nos aleja constantemente de las estrellas” (Velasco Montoya, 2015: 35-36)
Pero
a pesar de esta trascendencia conmovedora, “Principio de Gravedad” no es un
poemario del que podamos decir exclusivamente que es “desgarrador”, ni mucho
menos, porque Velasco Montoya va más allá de la pura melancolía: expresa el
motivo del dolor, pero, sobre todo, muestra la forma de enfrentarse a él aun
sin varita mágica, sin final feliz al uso porque el poeta sabe que la realidad
podría ser mucho más trágica sin la toma de conciencia histórica que le
permite, al menos al advertir esa lógica de la “sinrazón” heideggeriana (ser
arrojado al mundo para la muerte) cuya fuerza de atracción es tan poderosa como
la de la gravedad, llegar a poseer cierto control. El control a ultranza, a
cualquier precio, el control aunque bebamos en las fuentes del Hölderlin menos
apartado del romanticismo y que afirma en “Memoria” que los que realmente
dominan el
mundo…incluso la muerte, son los poetas: "Mas lo
permanente lo instauran los poetas" (Heidegger, 1992:44). Y si lo
permanente lo instauran los poetas, Vicente Velasco dignifica la poesía
entregándola a esa función salvífica mediante la que, a pesar de todo, es
posible el diálogo con los que, aparentemente, dejaron de estar ahí, arrojados
al mundo; o incluso, con todos los Vicente Velasco que fueron un día –río
arriba- y que ahora son otros…, otros con los que el poeta conversa con la
emoción contenida del que se sabe que “es” porque “fue” tal como parece
reflejar en “Insomnio Desierto”: “He necesitado tiempo para ordenar/ todas las
pesadillas de mi insomnio/…” (Velasco Montoya: 61).
Sí,
está claro lo que le duele a Velasco Montoya, nos lo dice Antonio Marín
Albalate, uno de los poetas más penetrantes del panorama poético actual. A
Vicente Velasco le “Arden las pérdidas escribe Antonio./ Columna de humo, la
noche/ cerrada en los cementerios. (Marín Albalate, 2009: 44). Insistimos que
dentro del “mundo de las pérdidas” contra el que Velasco se revuelve, hay que
situar a las personas, pero también aspectos casi intangibles en la realidad
actual: cierto sentido de la justicia existencial, dignidad y libertad ante
cuyos quebrantos vinculados a una sociedad decadente, Velasco Montoya necesita
aire para respirar y con ese fin oxigenante/desalienante transforma su voz poética
en voz sublevada: “…Yo os nombro imbéciles/ por no ver que la decadencia es un
interruptor/ que pedimos por Navidad en nuestra infancia/ una clave secreta que
nos desactiva de las melodías/ en las que podíamos brindar al hablar nuestro
alfabeto/ el que sólo nosotros podíamos entender. A solas” (Velasco Montoya,
2015: 60).
Esta
función comunicadora y catárquica adoptada por Vicente Velasco es una muestra
de la inmutabilidad de lo esencial de la poesía. Así, vemos como, de forma
recurrente, los poetas sienten de forma esencial la necesidad de un diálogo que
trascienda los límites absurdos de la existencia. Al igual que el autor de “Principio
de Gravedad”, aunque no llega al diálogo con los que no están y sabe que ya no
hay nadie en aquellos paisajes mecidos por suaves brisas marinas, José María
Álvarez insiste en la búsqueda de los ausentes porque necesita sentirlos de
alguna manera (y eso ya constituye una forma de comunicación): “La brisa de la
noche me pone melancólico/Este olor a mar me lleva/A otras noches de mi niñez
/en la casa de la playa/Pero si busco a los que amé y me
El poeta se enfrenta al dolor observando escenarios y objetos
(casa, olores de antiguas cocinas y sábanas) de otras épocas “menos turbias” y
buceando en la memoria para recrear, una y otra vez, momentos en los que todo
era nítido y el mundo era gigante tal como deja entrever en “Pon tus manos
sobre mi pecho”: ”Pon tus párpados sobre los ojos/ y revive los primeros
instantes, nítidos/ en los que el mundo que te rodeaba era gigante./ Abre las
puertas de tu antigua casa/ déjate introducir por el olor de la cocina/ y
duerme entre aquellas sábanas limpias de entonces./Habla con aquellos que
murieron. Habla./ Allí pernoctan como tus sentidos, intactos.” La memoria de
Velasco Montoya como manantial que, una y otra vez, le abre la puerta de
tiempos en los que todo era una simbiosis entre certidumbre e ingenuidad y
donde, como describe José María Álvarez, habitaba la infancia:
Como
si fuera un cuento,/generosa es la casa/que amparó la niñez./Y errarás por sus
salas/vacías/buscando algo, que/sólo tuviste en el principio/y verás al final.
(Álvarez, 2002: 29).
Pareciera
que Velasco Montoya tiene la rara habilidad de emplear la poesía no sólo para
evidenciar lo trascedente de la existencia, sino que también la usa para
trascenderse a sí mismo en la línea poetas como José María Álvarez que siguen
desafiantes no ya hasta el final, sino después del mismo: Cuando mi vida esté madura/
Como un fruto ya libre para desprenderse/ Cuando todos los sueños me abandonen/
Sólo pida un día más para mi cuerpo/ Entonces oh Memoria/ Sé indulgente/
Nostalgia que tu río Inunde estas riberas/ Perdidas Mas no para crear/
Depósitos de olvido/ Sino para oficiar el Desafío (Álvarez, 2002: 54).
Velasco Montoya nos viene a decir recuperando la primera
persona que, a pesar del todo, a pesar de lo absurdo de la condena mortal,
merece la pena vivir y siente orgullo de haberlo hecho desde una rebeldía aconfesional
que le ha permitido alejarse de dogmatismos ortopédicos que facilitan
ecuaciones salvíficas ante el absurdo misterio de la muerte: “Que lean todo
aquello que vi y que ellos nuca/ jamás serán capaces de soñar” (Velasco
Montoya, 2015:26). ¡Ahí queda eso! El astronauta (poeta) sabe que el fin está
cerca pero, mientras tanto, aprovecha la existencia observando desde la altura
que le da la libertad (libre de dogmas y ataduras: provisionalmente ingrávido)
para observar la realidad tal es…, ni más, ni menos. Asimismo, el poeta,
volviendo a la distancia de la tercera persona, nos dice que: “Tuvo tiempo para
imaginar su muerte” (Velasco Montoya, 2015: 26) mientras flotaba en el espacio
y emplea para ello, nuevamente, una voz que delata serenidad y cierta jactancia
por saberse privilegiado ante la obviedad ineluctable del fin. Sí, los poetas,
entre otras cosas, son unos privilegiados porque quieren saber y hablar sobre
un tema tan inevitable como la fuerza de gravedad más excelsa: la muerte cuya
fuerza de atracción, más tarde o más temprano, resulta invencible. Flirtean con
la inexistencia como con las diferentes caras de lunas menguantes, crecientes o
espléndidamente llenas. Son capaces de vivir la vida con más criterio (libertad
como concepto derivado de la conciencia histórica) porque además de admirar el
paisaje (todo tipo de paisajes, desde los cementerios marinos a las barras de
los tugurios más comprometedores) y devorar como caníbales los entresijos de
toda clase de amores, saben de la muerte…, de su muerte. Pero el poeta es
consciente de que la panacea contra la inexistencia –si es que alguna
hubiera-sería sin duda la memoria. Esto parece confirmar Ángel González en “Muerte
en el Olvido”: “Pero si tú me olvidas/quedaré muerto sin que nadie/ lo sepa…” (González:
31).
Cuanto
tiempo observando la estulticia de la humanidad habría aguantado nuestro
astronauta…, habría llegado a colmar su paciencia tal como la misma Luna, que
comparte desde milenios la posición privilegiada del astronauta velasquiano en
su visión de la tierra, y que ya ha mostrado suficientemente su hartazgo –en
palabras de Shelley- al contemplar durante tanto tiempo una especie de
estupidez, la humana, que parece no tener fin: ¿Viene tu palidez de aquel
hastío/ de trepar por los cielos contemplando/ la tierra, ¡oh!, tú la errante y
solitaria…? (Shelley en: Joyce, 1995:
59). Pero he aquí que, sin dejar el tema de la muerte, surge de
nuevo la libertad respondona y sincera de Velasco llegando al extremo de
rebelarse contra ella resucitando nada menos a al ilustrísimo Dr. Howsbawn en
el poema XVII: “Eric Howsbawn resucita de pronto. “No podía/ aguantar más entre
tanto ruido”, comentó/el difunto historiador marxista entre una multitud/
enfurecida que lo quiso proclamar Herodoto
Súbito/ Suicida. Así asumiría la sed/…” (Velasco Montoya, 2015: 66-67)
Está
claro que para Vicente Velasco el significado de gravedad es el que nos muestra
en Coda: Principio de Gravedad “la gravedad es el origen de toda palabra/ y
todo estuvo escrito desde el final”. La ley física se hace metafísica y hasta
social mediante la palabra, pero no la palabra en sí misma, no el hombre
aislado y la palabra secuestrada en el extrarradio del poeta autista; sino que
la gravedad solo puede ser el origen de la palabra cuando el hombre dialoga
consigo mismo, con su entorno y con los demás compañeros de especie que lo
acompañan en el viaje existencial. Vicente Velasco acierta de pleno cuando
afirma en este último poema que la gravedad es el origen de toda palabra. Lo
dialógico provoca el fenómeno germinal de la gravedad cuando la atracción de
las masas se hace humana mediante la palabra. Esto es lo que nos dice Hölderlin
al respecto: “El hombre ha experimentado mucho/ Nombrado a muchos celestes,
/desde que somos un diálogo/y podemos oír unos de otro” (Hölderlin en Heidegger,
1992:32-33). El “Desde que somos diálogo“ de Hölderlin lo interpreta Heidegger
como el principio necesario para la existencia de la humanidad. “Nosotros los
hombres somos un diálogo. El ser del hombre se funda en el habla” (Heidegger,
1992:33), y la palabra no existiría sin esa atracción molecular que se produce
como consecuencia de la gravedad.
Tal
vez consciente de todo esto (toda atracción es gravitatoria y su estado
responde a una situación de infinita provisionalidad), Vicente Velasco Montoya,
vive el amor con el distanciamiento que requiere todo aquello que es efímero y
que, por tanto, hemos de perder: “Amor falsificado, errónea aproximación/(…)/ y
no eres ficción y no eres poema/…” (Vicente Velasco, 2015: 31-32). Este
fenómeno, que la gravedad como pura atracción molecular ha dado origen a la
palabra en forma apasionados poemas de amor, lo pone de manifiesto Clarín en su
poema “Amor y Física” con unos versos sencillos y de esencial levedad: “Más
tarde un dulce sonido/
intenso vibró en mi pecho/partió de tu bella tráquea/a mi
pabellón grosero/No tus desdenes me matan,/con una ley me consuelo/y es que a
tu pesar, querida, /nos estamos atrayendo;/la atracción molecular/al fin y al
cabo es un hecho. /Aunque me llames fenómeno/yo no me irrito por eso, /porque
es fenómeno todo /lo que en el mundo estás viendo” (Leopoldo Alas “Clarín”).
Recapitulando
sobre todo lo expuesto, se puede afirmar que nos encontramos con un poemario
solvente en sus planteamientos estilísticos y con un contenido desarrollado
mediante temáticas que han tratado los poetas de todas las épocas y tendencias
dotando a “Principio de Gravedad” de una universalidad infrecuente. La poesía
de Velasco Montoya es esencial (en la línea del esencialismo Hölderliniano) y
tiene conexiones con el romanticismo menos superficial, aquel que se enfrenta
cara a cara con el dolor sin regodearse en él, sino apuñalándolo a versos. El
poeta, pese a su aviso “Nada va a salir bien”, no deja nunca de mantener una
postura de gallardía insurgente que resulta incompatible con la adaptación
total al absurdo (claudicación) y pone a sus versos a trabajar para seguir
buscándose y comprenderse más y mejor desde un amor innegable por la libertad y
la dignidad del individuo (INDIVIDUO) por encima de la propia vida. En
definitiva, Vicente Velasco Montoya bucea incesantemente en busca de la
infinita posibilidad de conocimiento que le ofrece la Nada…, algo que sólo se
produce cuando la poesía vuelve a ser poesía. Léanlo, pues, sus amantes.
Se
emplea el concepto de esencial o esencialista en el mismo sentido que le da
Heidegger a la poesía de Hölderlin; es decir, en el de la trascendencia de la
poesía para la existencia del hombre y como herramienta de búsqueda del ser
para el autoconocimiento del mismo (Heidegger, 1992). La corriente denominada
“esencialista”
que surge en la década de los setenta en España que
se
caracteriza por reducir al mínimo el signo/lenguaje y en la que destacaron
poetas como José A. Valente, Jaime Siles o Pere Gimferrer, nada tiene que ver
con la acepción del texto.
Referencias
Alas García-Ureña, Leopoldo (Clarín) Amor y física.
http://www.madrimasd.org/cienciaysociedad/poemas/poesia.asp?id=652 Álvarez,
José María (1983) La Edad de Oro. Editora Regional de Murcia, Murcia.
Álvarez, José María (2002) Museo de cera. Renacimiento,
Sevilla. Cervantes, María Teresa (2011) Cartas a un apátrida. Huerga &
Fierro, Madrid.
Álvarez,
José María (2008) Bebiendo al claro de luna sobre las ruinas.
Renacimiento,
Sevilla.
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lectores, Barcelona.
González, Ángel (1997) Lecciones de cosas y otros poemas. Círculo
de Lectores, Barcelona.
Heidegger
, Martin (1992) Hölderlin y la esencia de la poesía. En:
Heidegger,
M. Arte y Poesía. FCE, Buenos Aires.
Hölderlin, Johann C.F. (1986) Fragmento de Hiperión. Editorial
Revista de Filosofía, Sevilla.
Joyce, James (1995) Retrato de un artista adolescente. RBA
Editores, Madrid.
Marín
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Nieto,
Bartolomé (2006) Ribera de la Entropía. Alhulia, Salobreña.
Píndaro
(1995) Odas y fragmentos: Olímpicas; Píticas; Nemeas; Ístmicas;
Fragmentos.
Madrid: Editorial Gredos.
Valente, José Ángel (1992) Material memoria (1979-1989),
Alianza Tres, Madrid.
Valero, Manuel (2015) Noche Entreabierta. La manzana Poética,
Córdoba. Velasco Montoya, Vicente (2012) Ningún Lugar. XVI Certamen de poesía “Pepa
Cantarero” Diputación Provincial de Jaén. Ayuntamiento de Baños de la Encina.
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